La contraposición resulta chocante. En el mismo recorrido se suceden lo que para una mirada actual supone la violenta representación de una niña desnuda, sexualizada, y la imagen de una dama adulta que, en el momento de su muerte, es visitada por un ángel en recompensa por su castidad guardada. La alegoría del vicio de la soberbia encarnada en una señora vestida de ricas telas y llamativos colores convive con visiones de la reina intrusa, incapaz de gobernar por su género; de la muchacha caída en desgracia; la madre puesta en tela de juicio; la mujer sumisa; la indecorosa. Fácilmente reconocibles como estereotipos del machismo, todas esas nociones definieron la España de entre mediados de los siglos XIX y XX la conceptualización oficial de una femineidad encorsetada, constreñida a un canon de virtud tanto en su interpretación idealizada como en la aberrante.
Podría parecer un montaje controvertido, pero abrir el debate es precisamente a lo que aspira el Museo del Prado con la muestra Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España (1833-1931), un análisis crítico de los tópicos que marcaron en aquella época la vida de la mitad de la población y, con ella, la idiosincrasia y valores nacionales. De la amplitud de esa idea, se abarca una perspectiva concreta: la del arte promocionado por el Estado, que premiaba unas imágenes y reprobaba otras en función de su carácter moralizante.
De esas proyecciones emanadas de las instancias del poder, eminentemente masculinas, la muestra mueve el foco hacia el arte creado por mujeres, obligadas a realizar su trabajo bien sorteando, bien imbuyéndose de esas etiquetas. “Se trata de un viaje crítico al epicentro de la misoginia del siglo XIX”, explica el comisario, Carlos G. Navarro, conservador de pintura del siglo XIX del Prado, que pone en cuestión a través del planteamiento de esta muestra su propia andadura. “El museo es heredero de esa política de adquisiciones”, reconoce Navarro, “y ahora da un salto hacia un futuro en el que la imagen de la mujer artista pueda ser revisada con mayor precisión”.
Con un despliegue de más de 130 obras, la propuesta, que debía haberse inaugurado a finales de marzo, supone para el director del museo, Miguel Falomir, “un ambicioso paso adelante tanto desde el punto de vista numérico como desde el conceptual”. El proyecto busca además comprender en mayor profundidad el sentido de la propia colección que atesora el Prado en sus almacenes, y poner en valor piezas que hasta ahora apenas, o nunca, habían tenido la oportunidad de emerger a la superficie. “Sin entender la idea que se tenía de la mujer, es muy difícil pensar cómo ellas podían practicar la pintura. Se trata de ver cuáles era los modelos de femineidad que las autoridades proyectaban: cuál era el tipo de mujer que se privilegiaba y alababa, y cuál era el que se denigraba y censuraba”, abunda.
Superar el canon
Cuatro años después de la primera exposición de su historia consagrada a una artista, la flamenca Clara Peeters, el Prado quiere superar las aspiraciones de “una primera generación heroica de historiógrafas del arte feministas” para desentrañar ópticas divergentes sobre el canon artístico establecido, donde también tengan cabida otros creadores desdeñados —desde los autores LGTBI a los originarios de otras procedencias, como las antiguas colonias españolas— y formas alternativas de investigar el papel de la mujer en la historia del arte. “Queremos hacer exposiciones sobre una patrona de las artes y sobre la historiadora María Luisa Caturla, una de las más destacadas de España”, adelanta Falomir, que presume: “Este es un tipo de exposición muy novedosa que nos hace sentir orgullosos: no creo que se haya hecho algo parecido en ningún otro país de Europa".
Desde el planteamiento desdoblado de la mujer como sujeto pasivo y activo de la creación artística, Invitadas se divide en dos ámbitos generales que se diferencian, además de por su autoría, por la procedencia de las obras. Se trata de un detalle que trasluce cuáles han sido, históricamente, las inclinaciones del Prado, como parte integrante de la oficialidad de su tiempo, en lo que se refiere a sus propias adquisiciones. Analizar y mostrar al público esas carencias heredadas sirve para hacer examen de conciencia y adaptarse a la mentalidad y demandas de la sociedad de esta época. “Es un proyecto valiente que no ha sido fácil sacar adelante”, ratifica Navarro.
La primera sección, la dedicada al arte estatal, en muchos casos recompensado con medallas nacionales, y con obras de Pradilla, Inurria o los Madrazo, emerge en buena medida de los fondos de los almacenes del museo. La segunda parte, con pinturas y alguna escultura, fotografías, películas y miniaturas realizadas por artistas desde la reina Isabel II a la fotógrafa Jane Clifford y pintoras como María Luisa de la Riva, ha recibido numerosos préstamos de diversas instituciones.
Del centenar de piezas que pertenecen al museo se han restaurado unas 40, un trabajo “descomunal” que, dice Falomir, “no se había visto en los últimos 10 o 12 años”. Solo dos de esos cuadros, El Cid, de Rosa Bonheur, y Carolina Coronado, de José de Madrazo, se encuentran permanentemente en sala. “Esta es una exposición de investigación”, apunta el director. “Solo un museo público podría dedicarle tanto tiempo: se ha hecho un esfuerzo enorme para estudiar y presentar estas obras”.
Cada una de las 17 subsecciones que marcan el itinerario se ha consagrado a una temática concreta: la educación de las niñas, el papel femenino en la familia, la representación de la mujer castiza... “La Ilustración favorece una eclosión de pintoras, literatas y mujeres sabias. Pero eso, con la llegada a la mentalidad burguesa, se interrumpe y se revierte”, explica el comisario sobre el contexto histórico que envuelve la muestra. “De repente el Estado tiene la función de ofrecerle a la mujer el lugar que la mentalidad burguesa considera que es el apropiado, que es ser el de ángel del hogar. Los espacios domésticos se convierten así en prisiones doradas y eso hay que recubrirlo de caramelo para que la sociedad lo acepte y lo normalice. En ese sentido, las obras de arte cumplen una función doctrinaria muy importante”.
Uno de los pocos pintores que no acató el patriarcal relato impuesto por el Estado fue el valenciano Antonio Fillol, de quien se muestran tres pinturas sobrecogedoras, de gran tamaño, que denuncian de una manera audaz, con los temas que representan pero también con un uso elocuente, arriesgado, de las perspectivas y los colores, los abusos a las niñas, la obligación a someterse a la prostitución y el ostracismo al que se condenaba a las mujeres que no acataban la norma. “Él tuvo que asumir las consecuencias de ese rechazo al Estado", cuenta Navarro, "que no le pagó nada, o casi, por la mayoría de las obras que se conservan en el Prado”.
El título de Invitadas, como subraya el comisario, no se corresponde con la opinión del museo sino que busca revelar el asfixiante rol al que se relegaba a las mujeres en el sistema del arte español del siglo XIX y principios del XX. Muchas de las que quisieron dedicarse a la pintura, a la escultura o la fotografía debieron conformarse con el papel de ayudantas o, en casos mejores, el de copistas. Hasta la reina Isabel II se dedicó sobre todo a reproducir a pintores como Murillo. A esos conceptos va transportando el flujo de la exposición, donde destacan también grandes bodegones y pinturas de flores firmados por mujeres, de las que sí se toleraba este tipo de temática más amable. Solo al desembocar el trayecto aparecen casos de una mayor liberación estilística, algunos de los cuales llegaron a pagarse caros. Le ocurrió a la pintora Aurelia Navarro, que tras el revuelo causado por presentar un desnudo femenino en la Exposición Nacional de 1908, sucumbió a la estruendosa presión social y acabó el resto de su vida recluida en un convento.
La obra que cierra la muestra, el Autorretrato de cuerpo entero de María Roësset, de 1912, deja un resquicio para que la puerta de la evolución de los tiempos, como dice Navarro, aunque no se llegara a abrir, al menos sí se pudiera “empujar” hacia un futuro más halagüeño. Viuda a los 27 años, Roësset enseguida pasó a formarse como pintora. Aunque murió pronto, su vocación y fecundidad propiciaron un semillero de artistas mujeres. “Todas sus sobrinas-nietas se convierten en una saga de pintoras, escultoras, grabadoras, músicas, poetas...”, relata Navarro. "Inspiradas por ella, todas fueron mujeres de una intensidad vital y una independencia que rasgó por completo los moldes”.